jueves, 21 de mayo de 2009

Recuerdos de infancia




Mis vacaciones infantiles son recuerdos de un patio calañés de la calle del Barrio donde maduraba un limonero entre la “esterquera” y la cuadra, al que le robaba limones para guardarlos en los bolsillos de mi pantalón corto. A veces se quedaban allí, perfumando la ropa hasta que mi madre los lavaba; otras, desaparecían después de irlos refregando sobre las inmaculadas paredes de las casas vecinas. Siempre que hacía esto último me descubrían y por tanto se producía un dura riña en la que intentaban hacerme comprender que mi actuación no estaba bien, pero yo no lograba entenderlo puesto que para mi era divertido y pensaba que no hacía daño a nadie.

Recuerdo a aquel niño que se iba a dormir temprano por que a las cinco de la mañana su padre lo cogería en brazos para introducirlo, una vez cargada la baca y el maletero, en un SEAT 127. Su pequeño cuerpo se amoldaba en el asiento trasero al de su hermana y seguían durmiendo como si nada hubiera ocurrido. Amanecía llegando a Valencia y empezaban a escucharse las frases que se repetían año tras año cada vez que se iba al pueblo: “mama tengo sed, dame agua”, “me estoy mareando, para el coche”, “niña, para donde hay que girar”, “cuando vamos a parar a comer”… Y así hora tras hora, puesto que las ganas de llegar hacía que sólo parásemos para repostar y el tiempo justo para comer debajo de las pocas sombras que nos proporcionaba la carretera. Los aires acondicionados no existían y las carreteras no eran como ahora, pero cuando pasábamos el puerto de Despeñaperros los cuerpos se habían acostumbrado a su nuevo hábitat y las frases iban desapareciendo lentamente. Y una banda sonora intercultural protagonizada por las canciones de Manolo Escobar o de la Trinca nos acompañaba mientras cruzábamos inmensurables campos de olivares. Por la tarde Sevilla se nos presentaba ante nosotros majestuosa. Ya quedaba menos. Los carteles indicativos nos lo recordaban: Huelva 91 Km., Huelva 70 Km., Huelva 50 Km… y así hasta llegar a Bollullos del Condado donde abandonábamos la carretera principal. Entonces los hermanos se ponían a cantar una canciones que las habían oído y aprendido en casa: “Calañas ya no es Calañas que es un segundo Madrid…”, “Soy de Calañas tierra que me vio nacer…”, “Como sé que te gustaba el sombrero calañés…”; y así, sin darse ni cuenta dejaban atrás Valverde del Camino y se encontraban delante de la ermita de Ntra. Sra. de la Coronada. Siempre parábamos, entrábamos y nos quedábamos mirando a la virgen mientras que a nuestra madre le resbalaban dos lágrimas por las mejillas. Al salir de la ermita, el aroma a eucalipto, jara y tomillo nos evidenciaban que ya habíamos llegado. Primero veíamos la venta, luego el cementero, y el campanario nos daba la bienvenida, en la estación no habían trenes, cruzábamos la vía para ver las primeras palmeras del Paseo Nuevo, dejábamos a la derecha el Pub Chupóptero, y más tarde la escuela y cogíamos la calleja que nos llevaría hasta la calle del barrio. Y el niño pedía a su padre que lo dejara bajar y empezaba a correr la cuesta arriba para llegar el primero y entrar en casa gritando “abuela, abuelo…”.


Recuerdo los días de feria, en los que iba al quiosco del tío Nicolás o los del tío Rafael para que me invitaran a un helado. Y las noches en el Real, de caseta en caseta, montándome en las atracciones, comiéndome un cucurucho de gambas o un trozo de turrón de los puestos con mis primos Pepe y María José, mientras mi hermana se iba con los grandes, Manuel y Paco, y acababa comiéndose una sandía en el dique, después de la diana, a no sé que horas.

Recuerdo a aquel adolescente que cogía el autocar que Juan Batanero y Dolores organizaban para ir a la Romería. Paraba en Sotiel y luego llegaba al Real donde una multitud de personas esperaban para recibirnos. Los días pasaban fugaces, apenas tenías tiempo de nada. El viernes descansabas un poco y por la tarde ibas a ver a la familia mis tías Matea y Luisa y mis tíos Vidal y Rodrigo. Y el sábado le tocaba el turno a la entrañable tía Reposo, la Peguera; pero antes, por el camino parabas a ver a Catalina. La realidad era que los preparativos de la Romería y la compra de encargos (morcilla, esesitas, rosco de pascua…) ocupaban la mayor parte de los días. Y llegaba el lunes, medio nublado, y con el miedo a la amenaza de lluvia nos dirigíamos por la carretera cantando y bailando sevillanas, bebiendo el vino de la virgen y felices de vivir aquel instante sin pensar que esa misma noche yo volvería a mi tierra.

Hoy, me encuentro ante un paquete que acaba de dejarme el cartero cuyo remite es de una amiga con mayúsculas. No lo abro. No es para mí. Se lo entrego a mi madre que nerviosamente empieza a sacar todos los papeles y cartones de protección que lleva; y ante nosotros aparece la imagen de la Virgen que nos mira des del programa de actos de la romería.

A mi madre, le vuelven a caer dos lágrimas por las mejillas. Y a mi me devuelve una parte de mi infancia y adolescencia.

Ella mira con atención las fotografías, lee los textos, intenta descifrar a que familia pertenecen aquellos apellidos; mientras, yo me dedico a leer los anuncios de los comercios que me recuerdan mi niñez. Las compras en la Tienda Nueva o a Casa Jara donde encontrabas desde unos zapatos a cualquier embutido, los ratos en el Pub Ni idea o en el Novedades, las coca colas de media tarde en el bar de Sagustiano, en el Mesón o en la Cochera vuelven a mis pensamientos. Pero muchos ya ni existen; como tampoco existe el motivo de aquellos viajes: Pepa y Paco nos dejaron hace muchos años, y volver ya no es lo mismo.

Mis vacaciones infantiles son recuerdos de un patio calañés de la calle del Barrio donde maduraba un limonero entre la “esterquera” y la cuadra, en el que se dibuja la silueta de una mujer mayor, bajita, con una bata y un delantal que me esperaba con los brazos abiertos mientras yo llegaba cansado, corriendo y gritando: “Abuela, abuela… ya estamos aquí…”

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