lunes, 25 de agosto de 2008

Negro




Me llamo Negro, y soy un negro, negro. Mi piel está bronceada por la luz incandescente de una pantalla de ordenador en la que escribo historias de género negro, tétricas, oscuras, sucias, ambientadas en mercados negros, vividas por garbanzos negros que están en la lista negra de algún magnate. Historias que con un toque de humor negro triunfan en el mundo editorial.

Soy un negro más, anónimo como muchos otros. La fama, el prestigio, el reconocimiento, el cariño de los lectores son para otro que se convierte en el blanco de todas las miradas. Son para Blanco.

Estoy acabando mi última novela, o la última novela de Blanco, para entregarla mañana a la editorial. Escribo escuchando música francesa y fumando sin cesar. La música y el humo del cigarrillo me relajan y me inspiran. Mi última historia tiene, al igual que todas las anteriores, como protagonista al policía Auster que investiga el caso de la muerte de una joven que ha sido asesinada por su cruel, inteligente y a la vez maniaco marido; pero no acabo de encontrar la última frase con la que el marido confiesa el crimen cometido. Llevo días pensado en ella, y de repente parece que todas las musas bajan a ayudarme acompañadas de la mano de Edith Piaff para ponérmela en bandeja delante de mi: “No me arrepiento de nada, ni del mal que he hecho ni del bien que algún día puede llegar a hacer”. Es una frase perfecta para el final del libro, resume todo el perfil del mi personaje. Me siento orgulloso de mi mismo, creo que es la mejor novela que escrito nunca.

Doy la orden de impresión al ordenador y miro como van saliendo los papeles, uno tras otro, de la impresora. El ruido monótono de la máquina me recuerda que la obra creada no es mía, ni lo será nunca. Es la obra de Blanco.

Interiormente me pregunto para que han servido mis esfuerzos, mi formación, mi tiempo,… y llego a la conclusión que tan sólo sirven para pagar el alquiler de este mísero piso y poder comer decentemente cada día.

Miro atentamente el conjunto de hojas amontonadas en la bandeja de la impresora, las cojo, me levanto y me dirijo hacia el comedor. Mientras camino lentamente miro las manchas negras escritas por mi, que aparecen en papeles que hasta hace poco eran inmaculados y que mañana estarán en las manos del lechoso y pálido Blanco.

Ahora estoy delante de la estufa de leña, levanto la tapa y observo las diferentes tonalidades del fuego. Sin hacer ni un gesto ni mencionar una palabra introduzco, una a una, cada hoja impresa y observo como se van oscureciendo, ennegreciendo poco a poco y me doy cuenta en este preciso momento que mi obra y yo somos lo mismo, y decido barrer con el pasado, olvidarlo todo y partir de cero nuevamente porque mis alegrías, mi vida y mi libertad empezaran a partir de hoy.

jueves, 10 de abril de 2008

Placer anónimo


La noche oscura olía a sangre. El coche salió del garaje ocultándose entre las sombras en dirección al aparcamiento del área de descanso de Blut. El calor inundaba el interior del vehículo, se trataba de un calor humano que sólo se podía apagar con el contacto de otro cuerpo.
El área de descanso a esas horas de la noche estaba habitada por coches cubiertos de vaho y hombres que se paseaban alrededor de ellos insinuándose, tocándose con disimulo el bulto que se apreciaba debajo de unos pantalones apretados.
Roth Angst sabía lo que buscaba y lo que no quería encontrar. Buscaba sexo, no amor. Encontraba placer anónimo. Recorrió el aparcamiento. Paró su vehículo al lado de otro. Bajó. Miró fijamente al ocupante del otro coche. Le sonrió. Le devolvieron la sonrisa y con un pequeño gesto le indicaron que subiera. Una vez dentro, sin mediar palabra se unieron en un silencioso beso al que le siguieron bruscas caricias entorno a los genitales de ambos. Las respiraciones aceleradas y la elevada temperatura empañaron los cristales del coche, ayudando así a la privacidad del acto. La sombras del exterior evidenciaban que alguien intentaba ver la escena entre la opacidad de los cristales empañados. Un largo gemido rompió el silencio. Se vistieron rápidamente. Se miraron por última vez. Se despidieron con un beso frío, silencioso, sin sentido. Bajó. Encendió un cigarrillo. Se dirigió hacia su coche. Puso las llaves en el contacto. Encendió las luces y delante de él apareció un joven que él conocía. Oyó un grito que decía “Roth, ¿qué haces por aquí?” No pensó. Apagó las luces. Arrancó el coche. Aceleró. Oyó un fuerte golpe. Y se marchó a oscuras hasta llegar a la carretera comarcal. En casa lo esperaba su mujer y su hijo. La noche era su aliada, la oscuridad su protectora. El silencio su confidente.
Un cuerpo quedó extendido en medio del aparcamiento. La tierra absorbía la sangre, humedeciéndose. El silencio desapareció. El frío de la noche se apoderó de todos.

miércoles, 9 de abril de 2008


El horizonte se divisa
ante mis ojos sin palabras.
El alba, desnuda de ideas;
me despierta cada mañana.
Y, enfrente de mi, todo un mar
sin sentido, sordo y mudo.
Y una tierra árida y estéril
sedienta de agua y sol.

Horizonte, alba, mar y tierra,
convertidos en oscuro cieno,
viven en la mediocridad
de sus gentes sin palabras
recordando su luz pasada.

Pero, mañana quizás
el horizonte estará más cerca,
el alba repleta de ideas
fecundará tierra y mar
y el lodo se convertirá
en la luz de un nuevo mundo.